Y la puerta giratoria da vueltas. Entran principios y finales; reencuentros, desencuentros y rutinas; salarios con o sin contrato. Gira la puerta giratoria reflejando los luminosos de los funerarias de la acera de enfrente. Gira y te recibe con un dispensador japonés de bolsas de plástico para paraguas estropeado y un felpudo gris torcido. A la izquierda, un restaurante de hospital disfrazado de bar de modernos. A la derecha una recepción anclada en los setenta. Una tienda bajo la escalera, un olor a flores que inevitablemente hace pensar en mármoles, en urnas, en coronas y grabados llenos de tópicos. Pasillos, uniformes azules y verdes. Televisores a todo volumen, conversaciones de relleno a gritos sintetizando la información para sordos. Visitas asomadas a barandillas que dan a sábanas blancas y pijamas blancos de puntos rojos sin cerrar por detrás y casi siempre colocados del revés. Discusiones con la confianza y el odio que dan los años, la cruel comodidad del odio conocido. El sonido del burbujeo de la botella de oxígeno, de un motor sin identificar, de carritos que van y vienen. Ronquidos, toses y gritos. Las miradas desde esa cama, inquisidoras, llenas de preguntas. Miradas que cuesta encontrar porque desconoces qué preguntan o qué puedes responder. Frases lúcidas desde la inconsciencia o la demencia (transitoria o permanente), intentar razonar con el inconsciente, entrar a él con un diálogo más o menos natural. Es de noche, llueve. Los letreros de las funerarias son la única luz desde la ventana. Servicio permanente. Y mientras tanto, la puerta de la entrada sigue girando.